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La rápida expansión del coronavirus es fruto de la globalización, sólo un mundo hiperconectado físicamente, ha podido garantizar su rapidísimo crecimiento sin entender de fronteras ni culturas.
Sin duda, una cara negativa de la globalización. Pero de esa misma globalización, en este caso la virtual y tecnológica, surge el antídoto para luchar contra él. La movilización de conocimiento científico y técnico, la transmisión de información en tiempo real, la compartición de dicho conocimiento es clave para combatirlo.

La crisis mundial provocada por el denominado COVID19, con especial incidencia en nuestro país, parece que hará tambalearse muchos de los paradigmas de la sociedad actual.

Lo que no parecía importante hasta ahora, sí lo es y todo apunta a que lo será en el futuro. 

Disponer de infraestructuras médicas, de “reservas estratégicas” y consolidar un sistema público de salud que pueda responder a las pandemias (en momentos donde existían dudas por parte de algunos) es crítico.
Tener un sistema de conocimiento investigador con capacidad innovadora y de transferencia a la sociedad adquiere un gran valor. La necesidad de prestar una mayor atención a los mayores con inversión en recursos económicos y tecnología adaptada, es una necesidad. Plantearse nuevas formas de trabajo colaborativo a través del teletrabajo (un tanto por ciento de la población está experimentando por primera vez nuevas formas de trabajar), casi una obligación dada la situación. La ola de solidaridad y generosidad de la ciudadanía, empresas, centros tecnológicos y grupos de investigación que ponen a disposición de la sociedad sus conocimientos, recursos e ingenio de forma desinteresada, nos hacen sentir orgullosos de nuestro país. El valor de la ciudadanía confinada, pero organizándose y colaborando para dar apoyo psicológico a los equipos médicos cada día en una especie de terapia de grupo y catarsis colectiva, es un hecho sin precedentes. 

Seríamos unos necios como sociedad y como ciudadanos sino sacamos una lectura de lo que nos está pasando. 

¿Se imaginan esta misma situación sin internet, sin tecnología? Difícil de imaginar. 
Los contactos físicos se reducen drásticamente, los tránsitos entre países también, pero el mundo sigue conectado, las redes echan humo, la información en tiempo real fluye y se expande a una velocidad de vértigo y las relaciones sociales, virtuales, se intensifican como si no hubiera mañana. Las personas, aisladas en sus domicilios, no se sienten solas. Esta es la paradoja.

Tiendo a pensar que muchas cosas cambiarán cuando todo esto termine después de un coste social y económico de dimensiones impredecibles en estos momentos.
Al menos, esta triste situación, nos ha puesto al descubierto la capacidad de reacción de la sociedad que ha sacado lo mejor de sí misma: solidaridad, empatía y generosidad. Esta fuerza debe servir de motor para que la economía pueda hacer el gigantesco esfuerzo de sobreponerse. Y, a la capa política, le deja también muchos mensajes, uno de ellos la importancia de alinear el mundo de la ciencia, el tan manido I+D+i, con los grandes retos sociales (hasta ahora estaba sólo en el discurso, la escasa financiación lo gritaba a voces).

Balcones

Otro curioso fenómeno se ha producido en estos días es la revalorización de la ruralidad. El fenómeno urbano es fruto de la revolución industrial y la tendencia a succionar población rural por parte de las ciudades es un fenómeno imparable desde hace más de cien años con desastrosas consecuencias para el campo por la ruptura del equilibrio de los ecosistemas.
El virus tiene su expansión fulgurante en ámbitos urbanos donde existen grandes concentraciones de personas. En las tres últimas semanas hemos vivido un éxodo invertido, de la ciudad al campo. Miles de personas se han refugiado en sus segundas residencias o han vuelto al pueblo de origen en busca de seguridad.
El campo se ha convertido en el valor seguro, quién lo iba a decir, en el refugio perfecto frente a la declaración del estado de alarma. En términos bursátiles, sus acciones se han revalorizado fuertemente frente a la caída del valor de las ciudades. 
Las razones parecen evidentes: las distancias interpersonales son mucho más seguras, el tipo de confinamiento es distinto -menos agobiante-, la propagación del virus es mucho más difícil y los niños tienen más espacios de divertimento. La sensación de seguridad es mucho mayor.

¿Quedará algo para el futuro? Si sacamos aprendizajes de la triste situación diría que sí.
Miles y miles de funcionarios están teletrabajando en todo el país, muchas empresas han deslocalizado parte de sus trabajadores para que trabajen desde el domicilio y las empresas tecnológicas, que ya venían haciendo sus pinitos, han optado masivamente por esta fórmula. Mucha actividad concentrada hasta ahora en las ciudades, bajo condiciones de buena conectividad, podría realizarse desde zonas rurales de forma permanente, lo que supondría nuevos pobladores y nuevas actividades. Tomemos nota. 

Por el contrario, esta revalorización y alta cotización de lo rural, aunque sea como refugio, ha puesto de manifiesto otro síntoma del problema del despoblamiento rural. Las calles de las ciudades, desiertas de ciudadanos, son lugar de abrigo, por las noches, de animales salvajes (jabalíes en la Diagonal de Barcelona y muchas otras ciudades, pavos reales por las calles de Madrid, corzos y cabras que pasean por anchas avenidas y osos paseando por Cangas del Narcea).
Todo ello no deja de ser el síntoma de un grave problema, la matorralización del campo se ha aproximado tanto a las ciudades que la fauna salvaje está esperando a las puertas para invadirla.

Ya se sabía, pero no todo el mundo acababa de creérselo, tuvo que venir el COVID19 para decírnoslo delante de nuestras narices.

Lo dicho, de esta situación también se pueden realizar aprendizajes. Estoy seguro que habrá un antes y un después.

Pablo Priesca Balbín

-Director General -

CTIC Centro Tecnológico

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