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Los análisis del problema de la “España vacía”, término que acuñó Sergio del Molino en su magnífico ensayo, son numerosos y los diagnósticos bastante coincidentes. No hay duda de que el problema es poliédrico y con muchas caras, sin embargo, una de ellas ha pasado bastante desapercibida, la cara de la innovación. Bien es cierto que entre las recetas más reiteradas últimamente escuchamos una y otra vez la necesidad de innovar en el medio rural pero la cuestión no es tan simple, las condiciones del terreno de juego marcadas por la sobrerregulación no lo hacen fácil.

La despoblación, más que un problema, es el síntoma de la falta de políticas estratégicas de Estado a lo largo de los años que han menospreciado lo rural para ensalzar lo urbano. Desde la Revolución Industrial, tardía en España, se fue generando un círculo vicioso, pero virtuoso, que desgraciadamente funcionó a las mil maravillas: la llamada al “paraíso urbano” a lo largo de sucesivas oleadas del siglo XX llevó implícito un desprecio a la cultura campesina como una cultura inferior y fue menoscabando la autoestima del campo. Las oleadas migratorias redujeron la actividad económica del mundo rural, con ello la caída de la inversión pública y como consecuencia la pérdida de servicios y de calidad de vida. Y el problema se fue acrecentando en forma de espiral siempre en el sentido de las agujas del reloj.
Ahora, la solución, compleja, muy compleja, consiste en invertir el sentido de las agujas: mientras que no se mejore la calidad de vida y se dote de servicios básicos al mundo rural, la recuperación no será posible. Y la apuesta debe comenzar desde lo público como tractor. 

Despoblación
- Mapa relacional de habitantes por kilómetro cuadrado en Europa año 2018 -

A lo largo del siglo XX y en lo que llevamos del presente, el mundo urbano fue regulando al mundo rural y lo fue haciendo desde una perspectiva urbanita y en una espiral regulatoria infinita, llegando a crear auténticas aberraciones que no dejan de ser muestra de la hipertrofia regulatoria. Para muestra un botón: el reciente caso de Soto de Cangas (Asturias) donde la Administración ordenó medir el volumen de ruido del canto de los gallos para que no molesten a los turistas rurales. El mensaje es claro: sobran las gallinas y gallos en las aldeas para que no molesten a los turistas. Desconozco si quien tomó la decisión, seguro basándose en una reglamentación, fue consciente de su trascendencia y significado. 
Los habitantes del medio rural mantuvieron el equilibrio de los ecosistemas y del paisaje durante siglos y saben mejor que nadie cómo hacerlo. Durante muchos años las aldeas mediaron entre las ciudades y los espacios naturales más salvajes. Se colocaban en medio, suministraban sustento a la ciudad y eran las encargadas de “mantener a raya” al monte y a los depredadores, interponiendo cultivos y pastos entre unos y otros. Al ir desapareciendo las aldeas, los espacios naturales y la naturaleza más silvestre avanzan hacia la ciudad creando un conflicto porque esta no sabe administrar el monte (la proliferación de jabalís en las urbes o los incendios son prueba de ello). El derecho consuetudinario gobernó el medio rural a lo largo de la historia, pero en poco más de 50 años las cosas cambiaron radicalmente.

La regulación rural, hecha y pensada desde lo urbano y con un desconocimiento más que sorprendente del medio rural, fue creando normativa basada en la tradición, conservación, preservación, protección y prohibición, tejiendo una maraña y madeja legislativa casi imposible para la innovación, que es cambio, experimentación, avance, mejora, disrupción y probar cosas diferentes. Desde luego la regulación ha hecho un trabajo encomiable para que la innovación no germine. Y nadie duda que la regulación es necesaria. El problema surge cuando se produce en exceso y, además, no responde a una estrategia de desarrollo territorial.

España es un país objetivamente sobrerregulado con un problema aditivo (se aprueba mucha más legislación que la que se deroga) y adictivo (todos los problemas se intentan solucionar con regulación desde los distintos niveles administrativos del Estado: nacional, autonómico y local). 
La sobrerregulación afecta seriamente a la innovación porque la regulación supone la aceptación de la norma y la innovación es la ruptura de la misma, por eso una y otra no se llevan bien. Guardan entre sí una relación inversamente proporcional: a más regulación menos espacio para la innovación y a menor regulación, más espacio para la innovación. Y el medio rural está sobrerregulado y mal regulado.

En cualquier caso, si la regulación que afecta al medio rural estuviera pensada en términos de desarrollo del territorio sería un avance pero no es así, está pensada con un enfoque de restricción y prohibición, no de crecimiento de los territorios rurales.

La innovación en un territorio requiere de cuatro contextos para que germine y se desarrolle: político, regulatorio, administrativo y cultural.
¿Cuál es la realidad? Al contexto político le falta una estrategia definida asentada en la visión de lo que queremos para el mundo rural y está excesivamente condicionado por el regulatorio y el administrativo, es decir maniatado. Claro que ha habido y hay políticos que quieren y se esfuerzan en desarrollar cosas diferentes pero la maraña regulatoria tiene más fuerza que ellos, es la marea que te arrastra por mucho que nades.
El contexto regulatorio ha crecido de forma desbocada (sobrerregulación) y no responde a ninguna estrategia de Estado.
El contexto administrativo, rabiosamente burocratizado y centrado en el procedimiento, mirando siempre hacia una regulación anárquica, piensa más en poner problemas a las soluciones que soluciones a los problemas.
Y, el contexto cultural en el medio rural presenta cierta resistencia al cambio.

Así las cosas, la innovación tiene difícil su germinación pero también es justo reconocer que existen héroes que luchan contra corriente: alcaldes rurales que sobreviven en la tormenta regulatoria, mujeres que juegan un rol determinante en las economías rurales, Grupos de Desarrollo Local, expertos que vienen denunciando el problema hace mucho tiempo y empresas que mantienen su compromiso con el territorio. Ellos son el ejército para la esperanza, los máximos responsables políticos deben escucharlos porque son ellos los que conocen mejor que nadie el terreno de juego. La estrategia política debe allanarles el camino, no embarrárselo con regulaciones siempre prohibicionistas, para que sean capaces de innovar. Desbrozar el camino conlleva una revisión regulatoria muy profunda.
¿A qué esperamos?

 

 

Pablo Priesca Balbín

-Director General -

CTIC Centro Tecnológico

 

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